jun 17

Paisajes extraños tras el fin…

Tag: SMS de Ignacio Escolar @ 17:30

Paisajes extraños tras el fin de la burbuja inmobiliaria: las ruinas cantarinas de Arizona http://www.perogrullo.com/?p=839

13 comentarios en “Paisajes extraños tras el fin…”

  1. # Orlando dice:

    Ni Phillip K. Dick en sus sueños más delirantes hubiera imaginado algo así…

  2. #0 ʇǝʞᴉlod dice:

    No estaría de más que en España también fuera posible dejar la casa al banco para saldar tu deuda. De buenas a primeras, a ver que banco se aventuraba al clásico “la casa vale 85 pero te doy 100, redondo; y tranquilo que ya me lo devolverás en esos 50 años de hipoteca” (dinero que en tantos casos sirve para pagar, en parte, en negro, comisiones y corrupciones varias)…

    ¿Pero qué digo? Eso no genera riqueza! debo estar tonto…

    “El portavoz de Adicae recuerda que las tasaciones hinchadas son una de las causas que han hecho explotar la burbuja inmobiliaria y critica que se sigan colocando productos crediticios a los usuarios: al final, lamenta, el consumidor carga con otro préstamo, y parece que es el único culpable de la situación.”

  3. #0 piezas dice:

    ¡Joder qué bueno!

  4. #0 Pati_Difusa dice:

    Es como el sueño del Pocero, pero en yankee

  5. #0 piezas dice:

    #1 Orlando

    Me recuerda más a Bradbury.

  6. #0 ʇǝʞᴉlod dice:

    En relación a mi #2, ¿cuándo se presentarán a las elecciones bancos en vez de partidos? Para ir ahorrándonos intermediarios digo…

  7. #0 Starman dice:

    #6 No se pueden presentar, por que se daría la paradoja de que, votara al banco que votara al final en el congreso siempre se haría la mísma política y siempre estarían todos de acuerdo… y eso a pesar de haberse vendido con diferencias en las campañas electorales. A fin de cuentas ¿que vanco no apoya o no es apoyado por todos y cada uno de los principales partidos?

  8. #0 _xXx_ dice:

    Pocerogrado de Seseña acabara igual: 13.000 casas construidas, 5.000 casas compradas y solamente 1.000 casas habitadas imaginense 12.000 alarmas sonando y sin dueño…

  9. #0 NadieOsSalvara dice:

    #6 ʇǝʞᴉlod

    Yo, por mi parte, propongo que los partidos políticos coticen en bolsa: así sabríamos mejor lo que votamos.

  10. #0 NadieOsSalvara dice:

    #5 piezas

    Hay un cuento de Bradbury sobre una ciudad viviente (y agonizante), me parece recordar…en “El Hombre Ilustrado”…a lo mejor la repaso esta noche.

  11. #0 piezas dice:

    En el hilo alguien pensó en la misma historia que yo: “Vendrán lluvias suaves” en Crónicas marcianas.

  12. #0 piezas dice:

    ¿Me dejan transcribirlo? ¿me dejan transcribirlo? ¿me dejan? ¿eh? ¿me dejan?

  13. #0 piezas dice:

    Agosto de 2026 – Vendrán lluvias suaves
    Crónicas marcianas, 1946, Ray Bradbury.

    La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó su tictac, repitiendo y repitiendo sus llamados en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, las siete y nueve.
       El horno emitió un siseante suspiro, y ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fría brotaron de su cálido interior.
       —Hoy es 4 de agosto de 2026 —dijo otra voz desde el cielo raso de la cocina— en la ciudad de Allendale, California. —Repitió tres veces la fecha como para que nadie la olvidara—. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy es día de pago de la póliza del seguro, y de las cuentas del agua, el gas y la electricidad.
       En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo los ojos eléctricos.
       Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, las ocho y uno. Pero las puertas no se golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacos de goma. Llovía afuera. En la puerta de la calle, el aparato del tiempo cantó suavemente: Lluvia, lluvia, vete, vete… zapatones, impermeables… Y la lluvia golpeteó la casa vacía, como un eco.
       Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un automóvil con el motor en marcha. Luego la puerta descendió otra vez.
       A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los arrojó al vertedero, y un remolino de agua caliente los metió en una garganta de metal que los digirió y los llevó al océano distante. Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron relucientes y secos.
       Las nueve y cuarto cantó el reloj, la hora de la limpieza.
       De las guaridas de los muros, salieron velozmente los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de goma y metal que tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando suavemente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, se escondieron en sus cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
       Las diez. El sol asomó detrás de la lluvia. La casa se alzaba solitaria en una ciudad de escombros y de cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo, visible desde varios kilómetros.
       Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas y unas ráfagas luminosas de rocío llenaron el aire suave de la mañana. El agua golpeó los vidrios y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde la casa había perdido toda su pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos —imágenes grabadas en la madera en un instante titánico—, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer.
       Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El reto era una fina capa de carbón.
       La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en gotas.
       Hasta ese día, cómo había conservado la casa su propia paz. Qué cuidadosamente había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideron no le habían respondido, había cerrado cuidadosamente los vidrios y persianas, con unas precauciones de solterona lindantes con la paranoia mecánica.
       Se estremecía con todos los sonidos. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana se sacudía y el pájaro escapaba, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro debía tocar la casa.
       La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coro. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
       El mediodía.
       Un perro aulló, estremeciéndose, en el porche.
       La puerta principal reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora flaco y cubierto de llagas, entró y recorrió la casa dejando unas huellas de lodo. Detrás de él zumbaron irritados ratones.
       Pues ni el fragmento de una hoja entraba por debajo de la puerta sin que se abrieran los paneles de los muros y salieran rápidamente los ratones de cobre. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí bajaban al sótano por unos tubos, y eran arrojados al horno siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
       El perro corrió escaleras arriba y ladró histéricamente ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
       El perro olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta se preparaban automáticamente unos panqueques que llenaban la casa con un dulce aroma de horno y de jarabe de arce.
       El perro, tendido ante la puerta, respiraba anhelante con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, giró locamente sobre sí mismo, mordiéndose la cola, y cayó, muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
       Las dos, cantó una voz.
       Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
       Las dos y cuarto.
       El perro había desaparecido.
       En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
       Las tres menos veinticinco.
       De las paredes del patio salieron unas mesas de bridge. Las barajas revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sandwiches de lechuga, tomate y huevo. Sonó una música.
       Per en las mesas silenciosas nadie tocó las cartas.
       A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
       Las cuatro y media.
       Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron.
       Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y dibujos. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían unos escarabajos de aluminio y unos grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de fina tela rosada revoloteaban sobre el punzante aroma de huellas animales. Se oía el confuso zumbido de un enjambre de abejas amarillas en oscuras colmenas y el perezoso ronroneo de un león, y se oía también el galope de los okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía sobre el pasto almidonado por el viento, como otros cascos. Las paredes se transformaron en interminables llanuras de pastos abrasados y en un ardiente cielo infinito. Los animales se alejaron en busca de malezas y manantiales.
       Era la hora de los niños.
       Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
       Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeantes, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
       Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas ahora.
       Las nueve y cinco. Una voz habló desde el cielo raso de la biblioteca.
       —Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría oír esta noche?
       La casa guardó silencio.
       —Ya que no indica lo que prefiere —dijo la voz al fin—, elegiré un poema cualquiera.
       Una suave música se abrió como fondo de la voz.
       —Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…

    There will come soft rains and the smell of the ground,
    And swallows circling with their shimmering sound;

    And frogs in the pools singing at night,
    And wild plum trees in tremulous white;

    Robins will wear their feathery fire,
    Whistling their whims on a low fence-wire;

    And not one will know of the war, not one
    Will care at last when it is done.

    Not one would mind, neither bird nor tree,
    If mankind perished utterly;

    And Spring herself, when she woke at dawn
    Would scarcely know that we were gone.1

       El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.

    *   *   *

    A las diez la casa empezó a morir.
       Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina. La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
       —¡Fuego! —gritó una voz.
       Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los cielos rasos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
       —¡Fuego, fuego, fuego!
       La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas, y el viento entró y avivó el fuego.
       La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban su agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban sus duchas de lluvia mecánica.
       Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió lentamente y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba totalmente agotada.
       El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golondrinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
       Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
       De pronto, refuerzos.
       De los escotillones del desván salieron unas viejas caras de robots y de sus bocas de grifos brotó un líquido verde.
       El fuego retrocedió como un elefante que retrocede ante una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
       Pero el fuego, más inteligente, mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. Una explosión. El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
       El fuego entró en todos los armarios y palpó todas las ropas.
       La casa se estremeció revelando sus huesos de roble, su esqueleto desnudo retorcido por el fuego, sus alambres, sus nervios, como si un cirujano le hubiera arrancado la piel. Las venas rojas y los vasos capilares temblaron en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y tras las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como las voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron desvaneciéndose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
       En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…
       Murieron otras diez voces. Y en el último momento, bajo el alud del fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería los relojes dan localmente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad. Cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa arrastrando las horribles cenizas. Y en la encendida biblioteca una voz leyó una poesía tras otra con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
       El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
       En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y de madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron el horno. El jorno, en marcha otra vez, siseó histéricamente.
       El derrumbe. El altillo cayó a la cocina y a la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron allá abajo como un desordenado túmulo de huesos.
       Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
       La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
       —Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es…

       _____________
       1. Vendrán lluvias suaves y olores de la tierra, y golondrinas que girarán con resplandeciente sonido, y ranas que en los estanques cantarán durante la noche, y ciruelos de tenebroso blanco, y petirrojos que vestirán plumas de fuego y silbarán sus canciones en los alambres de las cercas; y nadie sabrá que hay guerra, nadie se preocupará del fin de la guerra. A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles, si la humanidad se destruye totalmente; y la misma primavera, al despertarse al amanecer, apenas sabrá que hemos desaparecido.