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Ocho siglos desde las Navas de Tolosa

Tag: Historia Ignacio Escolar @ 09:09

Mañana 16 de julio se cumplen 800 años desde la decisiva victoria castellana contra los almohades en la batalla de las Navas de Tolosa. De lectura de domingo, os dejo el capítulo que escribí junto a mi padre, Arsenio Escolar, en nuestro libro sobre la historia medieval de Castilla y sus mitos fundacionales: La nación inventada. Para que se entienda mejor el contexto, he incluido también algunos párrafos del capítulo anterior, dedicado a Alfonso VIII y la derrota de Alarcos.

La rota de Alarcos

1195. La frontera sur de Castilla vivía de nuevo un momento caliente. Durante los primeros años del reinado de Alfonso VIII, la resistencia de Mardanis, el llamado Rey Lobo, el caudillo de la taifa de Murcia y Valencia, había frenado el primer empuje del imperio almohade. Tras la muerte de Mardanis, en 1172, la presión militar musulmana se desplaza hacia Castilla, pero para entonces el reino independiente había superado el inestable periodo de la minoría de edad de Alfonso VIII y era ya una fuerza pujante. Castilla no sólo no retrocede ante los musulmanes sino que incluso conquista la ciudad de Cuenca, en 1177; en 1184 toma Alarcón. Y en 1194, tras firmar la paz con León, una cabalgada castellana comandada por el arzobispo de Toledo, Martín de Pisuerga, cruza hasta el Guadalquivir y saquea su ribera hasta llegar a las mismísimas puertas de Sevilla.

La expedición del belicoso arzobispo fue la gota que colmó el vaso del califa, Abu Yusuf Ibn Yakuf. El almohade decide pasar al contragolpe contra los castellanos y llama a la yihad, la guerra santa. Cruza el Estrecho y en Sevilla reúne un enorme ejército con el que marcha hacia el norte cristiano.

Su objetivo es Alarcos: un castillo que estaba cercano a la actual Ciudad Real, sobre el río Guadiana. Castilla estaba mejorando las defensas de la fortaleza y amurallando un recinto para construir allí una nueva ciudad con la que consolidar su control sobre esa zona fronteriza. Pero las obras aún no estaban terminadas cuando el califa cruza Despeñaperros. Alfonso VIII, consciente de la invasión, le esperaba en Alarcos. Aunque su aliado, el ejército de León, que viajaba hacia su encuentro, no había llegado aún.

Alfonso VIII comete un terrible error táctico. En lugar de retroceder hacia Toledo y esperar a las tropas de su primo Alfonso IX de León, que estaban en camino, decide entablar batalla allí mismo, a campo abierto frente a las obras de la nueva ciudad, a pesar de que estaba en inferioridad numérica. Fue una mala decisión. Alfonso VIII tal vez no quería compartir batalla con su traicionero primo, o tal vez confiaba en exceso en la potencia de su caballería pesada. El resultado fue, en cualquier caso, desastroso.

El 18 de julio de 1195, el ejército musulmán del califa Yusuf Ibn Yakub barrió al castellano. Las crónicas musulmanas –probablemente tan exageradas como todas las de esta época– hablan de 30.000 bajas cristianas. El rey salvó la vida en una atropellada huida, mientras que otros caballeros castellanos se refugiaron en la fortaleza de Alarcos. De allí sólo saldrían, tras varios días de sitio, gracias a la intermediación de uno de los cristianos que luchaban del lado musulmán: uno de los Castro. Pedro Fernández de Castro, primo de Alfonso VIII, negoció la rendición del castillo a cambio de la vida de los castellanos.

La ‘rota’ de Alarcos, como la llamaron después las crónicas cristianas, fue terrible para Castilla. La frontera sur retrocedió 80 kilómetros frente a los almohades, que tomaron casi todos los castillos de la zona. El ejército castellano fue diezmado, una oportunidad que también aprovecharon sus rivales cristianos, que vieron la ocasión para cobrar viejas deudas. Alfonso VIII quedó así atrapado en una triple pinza: Navarra atacaba por el este, León por el oeste y los almohades por el sur. No sólo era una guerra triple: era casi una triple alianza. Navarra había llegado con los almohades a un acuerdo de neutralidad mientras que las tropas leonesas directamente recibían refuerzos musulmanes. Pedro Fernández de Castro volvió a León, al frente de tropas almohades que se pusieron al servicio del leonés Alfonso IX.

El rey castellano intentó en varias ocasiones negociar una tregua con los musulmanes. Sin éxito: la respuesta almohade fue degollar a los embajadores. En su ayuda sólo acudió un reino cristiano: el de Aragón. Y también el Papa, que dictó excomunión para los reyes que se aliasen con los musulmanes; una amenaza que no hizo mella en el tantas veces excomulgado Alfonso IX. Castilla perdió varias plazas menores en el sur mientras que muchas de sus principales ciudades fueron sitiadas: Toledo, Madrid, Guadalajara… Sus bosques fueron talados. Sus cosechas, quemadas. Pero, a pesar de la triple alianza, la correosa Castilla encajó los mazazos sin llegar a derrumbarse hasta que un golpe de suerte salvó la situación. Uno de los Banu Ganiya, la familia heredera de la dinastía almorávide que aún mantenía el poder en las Baleares, desembarcó en África e inició una revuelta contra los usurpadores almohades, lo que obligó a gran parte de las tropas musulmanas a regresar a África. El califa almohade aceptó al fin la enésima oferta de tregua de Castilla en 1197. Sin la ayuda del poderoso aliado musulmán, tanto Navarra como León también dejaron la guerra.

La firma de esa paz entre los dos alfonsos, el VIII de Castilla y el IX de León, incluyó también otra nueva boda, de consecuencias trascendentales. Berenguela, la primera hija del rey castellano y que ya era viuda del duque alemán Conrado, se casó con su primo, el rey de León, que ya se había separado de la infanta portuguesa por la nulidad decretada por el Papado. El matrimonio sería también anulado por el Pontífice, que otra vez lo tachó de incestuoso amenazando de nuevo de excomunión al leonés. Pero entre la boda y la nulidad, la pareja tuvo tiempo de engendrar varios hijos: entre otros, el que más tarde se convertiría en Fernando III, el rey de Castilla que unificaría para siempre su corona con la de León.

La tregua con los almohades firmada en 1197, dos años después de la derrota de Alarcos, duró más de una década. Aunque ambas partes tenían claro que una nueva guerra era inevitable. Ya era una cuestión de fe.

El califa almohade Abu Yusuf ibn Yakub murió poco después, en 1198. Pero en su lecho de muerte, impresionado por la dureza de esa Castilla capaz de aguantar un triple envite sin derrumbarse, advirtió de la amenaza a sus herederos. “Guardaos de elevar sus muros y defender sus fronteras, de organizar sus soldados y de hacer numerosos a sus súbditos”, dejo dicho el califa moribundo, que también comparó antes de morir a “la Península de Al Ándalus” con una “huérfana” y “huérfanos sus habitantes, los musulmanes”.

El temor del califa no era infundado. En el norte, los vientos de la cruzada cada vez soplaban con más fuerza. Lo que en origen habían sido unas guerras de mera supervivencia económica, donde lo religioso era sólo un factor más, se transforma definitivamente en una guerra santa donde el odio es tan fuerte que ya no es posible la paz. El Papa Celestino III, en 1192, predica la cruzada: “No es contrario a la fe católica el mandato de perseguir y exterminar a los sarracenos”. El exterminio, a ojos cristianos, estaba justificado porque era una guerra justa, de venganza. La idea de la “reconquista” prende entre los cristianos: vamos a recuperar lo que era nuestro. Sólo puede quedar uno en la Península: o ellos o nosotros.

En 1210, los almohades toman Mallorca y terminan así su personal guerra de fe contra los herejes almorávides. La tregua con Castilla se rompe ese mismo año, cuando Alfonso VIII ordena un asentamiento en Moya, en Valencia. La zona estaba casi despoblada, pero el califa almohade lo considera un acto de guerra y en respuesta manda a sus barcos sobre las costas aragonesas.

En ambos bandos se inicia otra vez la espiral de la guerra santa. En el sur, el califa Muhammad An-Nasir, al que los cristianos denominaban Miramamolín, llama a la yihad, y en 1211 concentra todas las fuerzas de su imperio. Las crónicas de la época, probablemente exageradas, hablan de un ejército de 200.000 hombres, algo impensable para el siglo XIII, pero que sirve para dar una dimensión aproximada del gigantesco ejército. Aun quitando un cero, hasta 20.000, sigue siendo una cifra descomunal. En 1211, Miramamolín toma la fortaleza de Salvatierra, un castillo en el sur de la actual provincia de Ciudad Real que había permanecido durante años como una avanzadilla cristiana, en manos de las órdenes militares.

Alfonso VIII, consciente de que ha llegado el momento de responder, cambia el paso de la guerra y se prepara para hacer frente al ejército almohade. Le convencen en su decisión varios de sus nobles y también el arzobispo de Toledo, que ya es Rodrigo Jiménez de Rada: el vencedor que después escribirá la historia. Hasta entonces, Castilla se había empleado en fortalecer sus defensas, en elevar sus murallas. Tras la toma de Salvatierra, todos los esfuerzos de las ciudades castellanas se dirigen hacia una guerra ofensiva, hacia la inevitable gran batalla campal, que será la definitiva: la de Las Navas de Tolosa.

La batalla de las Navas de Tolosa

La cita era en Toledo, para Pentecostés: el quincuagésimo día tras el domingo de resurrección; el 20 de mayo de 1212. El rey castellano Alfonso VIII, con la ayuda del Papa, había convocado a toda la cristiandad a una santa cruzada contra los “sarracenos”: contra el inmenso ejército del Miramamolín, en venganza por las derrotas de Alarcos y Salvatierra. Por Santiago, y cierra España.

La respuesta fue desigual. A la cruzada castellana acudieron con sus ejércitos el rey de Navarra, Sancho VII, primo de Alfonso VIII de Castilla; y también el de Aragón, Pedro II. El otro primo, el rey de León, se quedó en casa. Aconsejado por el “pro almohade” Pedro Fernández de Castro, Alfonso IX puso como condición para participar en la guerra la devolución de unos castillos en la disputada frontera entre los dos reinos. Por falta de tiempo, no hubo respuesta de Castilla a la propuesta de su vecino, por lo que el leonés no se movilizó hacia Toledo. Alfonso IX sí permitió a los caballeros leoneses que así lo deseasen acudir a la cruzada; su hermano así lo hace, entre otros. Pero, mientras tanto, el rey de León aprovecha para atacar Castilla y conquistar esas fortalezas que reclamaba.

Los que sí respondieron al llamamiento de la guerra santa son muchos otros caballeros cristianos, llegados de toda Europa: los cruzados ultramontanos, guerreros fanáticos venidos desde Inglaterra, desde Francia, desde el centro de Europa… Lo mejor de cada casa. Poco a poco, van llegando a Toledo desde el mes de febrero y durante la aburrida espera provocan varias algaradas e incluso asesinan a algunos judíos de la ciudad que había sido de las tres culturas y aún lo era de dos.

20 de junio de 1212. Alfonso VIII deja Toledo. Es difícil saber con certeza cuántos hombres forman su internacional ejército. Las crónicas más ajustadas de la época hablan de unos 70.000 de los reinos peninsulares, más otros 30.000 cruzados ultramontanos, aunque estas cifras suelen ser siempre algo exageradas. A pesar de tanta movilización, el mayor peso de la cruzada recae sobre Castilla, que incluso paga algunas de las soldadas de sus aliados.

La convivencia entre tantas lenguas y culturas no es fácil. Los ultramontanos llevan mal el calor de la meseta, se cuecen en sus armaduras mientras avanzan, pesadamente, en dirección al Muradal, al paso de Despeñaperros: la puerta de Al Ándalus. Están inquietos porque quieren acción, y de momento la acción no llega. Sólo largas marchas tras la larga espera, y el asfixiante calor.

El 24 de junio alcanzan la primera villa musulmana de la ruta: Malagón. Los cruzados ultramontanos, que marchan a la cabeza del enorme ejército, se lanzan contra la población y degüellan a todos los que encuentran. En una hora toman la villa, salvo la torre del castillo, que capitula esa misma noche. Se rinden con la única condición de que se respete la vida del alcaide y su familia. Los demás son también degollados.

Tres días después, las tropas cristianas cruzan el Guadiana. Los musulmanes habían minado los vados del río con cardos de hierro de cuatro puntas, de tal forma que una quedaba siempre para arriba y se clavaban en las pezuñas de los caballos. Los cristianos descubren la artimaña por las malas, después de quedar heridas algunas monturas.

La siguiente fortaleza en el camino es Calatrava. Alfonso VIII rinde la simbólica plaza –de la que había nacido unos años antes la orden militar de Calatrava–, pero, en lugar de ajusticiar a los “sarracenos”, como en Malagón, respeta las condiciones negociadas en la capitulación y deja marchar a los defensores musulmanes. La decisión era táctica. La negociación ahorraba tiempo y no respetar las condiciones de una rendición era una opción estúpida, que podía complicar futuros asedios. Si los sitiados saben que no hay otra escapatoria que la muerte, que morirán aunque se rindan, resistirán hasta el final con todas sus fuerzas.

Sin embargo, los fanáticos ultramontanos critican la medida de gracia; ellos han venido hasta allí para matar o morir. Deus vult: Dios lo quiere. Tras una discusión de sus líderes con los reyes castellanos, muchos abandonan la cruzada, decepcionados por la escasa sangre mora, asados por el calor. Sólo se quedan unos pocos, mientras los demás cruzados vuelven por Toledo, donde la ciudad los recibe con las puertas cerradas –por miedo a un ataque– y con insultos desde lo alto de las almenas.

Tras varios días de marcha, y después de tomar otras fortalezas, el ejército cristiano llega el 13 de julio a Despeñaperros: el estrecho paso que une las cuencas del Guadiana y del Guadalquivir. Miramamolín ya ha movilizado a sus tropas, animado por las noticias de la deserción de los cruzados ultramontanos. Los almohades ya controlan los riscos del paso por Sierra Morena y parece suicida intentar cruzar por él. Por un momento, los castellanos estudian retroceder. Pero un inesperado acontecimiento salva la situación: la visita de un pastor, que dice conocer otra ruta.

La famosa visita del pastorcillo ha sido vista después, desde los ojos de la superstición religiosa, como una intervención divina. El pastor, del que nunca más se supo, fue retratado por los cronistas de la época como un enviado de Dios, como el mismísimo San Isidro; lo cual es otra muestra más de hasta qué punto en esta batalla pesaba el factor religioso. Milagro, casualidad o simple exageración posterior, lo cierto es que la ayuda de ese providencial espontáneo fue determinante. Los cristianos lograron burlar a los musulmanes y cruzar al otro lado, esquivando sus defensas a través de un abrupto camino, casi en fila de a uno. Cuando los almohades se quieren dar cuenta, las tropas cristianas ya estaban al otro lado, en lo alto de una colina, a pocos kilómetros de donde Miramamolín había colocado sus tiendas.

Los dos ejércitos se situaron a la vista, frente a frente, el 14 de julio de 1212. Pero la batalla de las Navas de Tolosa no llegó hasta dos días después, hasta el lunes 16 de julio. Los cristianos prefirieron retrasar el combate para dar un respiro a sus cansados caballos. Hay algunas escaramuzas, pero los musulmanes tampoco atacan. También prefieren esperar, tienen la mejor posición sobre el terreno, e interpretan el retraso cristiano como un gesto de debilidad. Según escribe después el arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, testigo presencial de la batalla, Miramamolín incluso envía en esas tensas horas una carta a Jaén, presumiendo de que tiene a su alcance a tres reyes cristianos “que serían atrapados en tres días”. Está la única duda de saber de qué fuente, si es que tal fuente existió, saca Jiménez de Rada la fanfarronería, o si fue él quien la inventó después para adornar la batalla, como tantos otros detalles.

Los musulmanes, un ejército incluso mayor en número que el cristiano, habían levantado una empalizada sobre una colina; un palenque para arqueros. Desde allí, en lo alto, el califa arengaba a sus tropas vestido de verde –el color del islam– con una copia del Corán encuadernada con una esmeralda verde en la tapa en una mano y una cimitarra en la otra (o así de teatral lo retratan después las crónicas cristianas). Alrededor de la empalizada, protegían al califa los imesebelen, una guardia fanatizada que se hacía encadenar por las rodillas como promesa colectiva de que no huirían, que matarían o morirían. En primera línea, frente al enemigo, la carne de cañón: la infantería ligera, las tropas menos formadas llegadas de todo el imperio para la guerra santa. Tras ellos, en la segunda línea, formaban las tropas de a pie más preparadas. Y por los laterales, la caballería ligera musulmana.

Esperando el ataque cristiano en cualquier momento, las tropas del califa pasaron tanto el sábado como el domingo en formación, en pleno julio bajo el sol. Pero la batalla no llegó hasta la mañana del día siguiente, 16 de julio. Según Jiménez de Rada, la contienda comenzó bastante igualada, con ligera ventaja de los cristianos, hasta que Miramamolín lanzó a su segunda línea. En ese momento, a punto estuvo de cundir el pánico entre las tropas cristianas, pero una providencial carga de Alfonso VIII y del propio arzobispo salvaron la situación, según su propia versión, claro está. Rodrigo Jiménez de Rada, que habla de sí mismo en tercera persona presentándose como “el arzobispo de Toledo”, lo cuenta así:

Contemplando la batalla y viendo que algunos del pueblo no se comportaban como era debido, oyéndolo todos, dijo al arzobispo de Toledo: “Muramos aquí, yo y vos”. Éste le respondió: “De ninguna manera; al contrario aquí venceréis a vuestros enemigos”. El rey lleno de ánimo dijo: “Corramos a socorrer a la primera línea que está en peligro”.

Entonces Gonzalo Rodríguez y sus hermanos avanzaron hasta esa primera línea mientras Fernando García, hombre valiente y experimentado en la guerra, procuró retrasar al rey para que acudiere con cierta moderación en auxilio de los suyos.

De nuevo exclamó el rey: “Muramos aquí Arzobispo. La muerte en estas circunstancias no es deshonrosa”. El arzobispo contestó: “Dios mediante, no la muerte sino la corona de la victoria nos espera; pero si Dios quisiese otra cosa, todos estamos preparados a morir con vos”.

Mientras esto sucedía, doy testimonio de ello delante de Dios, el noble rey no se demudó lo más mínimo, ni cambio el gesto, ni el tono de la voz; más bien permaneció firme y constante, como león impertérrito, en querer morir o vencer. Y no pudiendo sufrir por más tiempo el peligro en que se encontraba la primera línea, avanzó a paso apresurado con sus pendones, Dios mediante, hasta el palenque del califa.

La cruz del Señor, que se acostumbraba a llevar delante del arzobispo de Toledo llevada por el canónigo toledano, don Domingo Pascual, atravesó de manera milagrosa las huestes musulmanas, y permaneció allí, como le plugo al Señor, sin sufrir ninguna herida su porteador, lejos de los suyos, hasta el fin de la batalla. En los pendones del rey se exhibía una imagen de la Bienaventurada virgen María, que siempre había sido la defensora y protectora de la archidiócesis toledana y de toda España”.

Tras la carga del rey, según Jiménez de Rada, vino la victoria. Miramamolín tuvo que huir, y sus tropas, desmoralizadas, fueron masacradas en su retirada.

Sin embargo, cuesta imaginar, en el fragor de la batalla, un diálogo tan épico, más propio de un guión de Hollywood. O incluso es difícil de creer que el rey y su arzobispo abandonasen la cómoda retaguardia para jugarse la vida en el asalto final. El párrafo es un perfecto ejemplo de la épica castellana que después impregna de falsos mitos la verdadera historia hasta hacerla casi inseparable. El mérito de la victoria, como siempre, es del rey y de la cruz: del poder político y del poder religioso. Es el propio rey quien gana la batalla “cuando algunos del pueblo no se comportaban como era debido”. Él es el héroe que está dispuesto a morir por su reino y su fe, porque “la muerte en estas circunstancias no es deshonrosa”. Es él quien da el golpe definitivo, “hasta el palenque del califa”, porque no podía “sufrir por más tiempo el peligro en que se encontraba la primera línea”. Es un “león impertérrito”, dispuesto a “morir o vencer”. Y sale victorioso con la ayuda de la cruz, que obra el milagro.

La narración, como tantas otras de Jiménez de Rada, es pura propaganda alrededor de la realidad (de eso no hay duda, ganaron los cristianos). No se trata sólo de contar el pasado sino de modelar con él el futuro y el presente: de preparar al pueblo llano para la siguiente cruzada. La historia que escribe Jiménez de Rada sirve para que en la siguiente batalla, la primera fila no tenga la tentación de no comportarse “como es debido”; de no ceder hasta “morir o vencer”, con la esperanza de que, en el momento más crítico, llegará el rey y la cruz, y decidirán la batalla. Evidentemente, no siempre sucedía así. Ni la cruz obraba el milagro cada día (como dice la copla: “vinieron los sarracenos / y nos molieron a palos, / pues Dios no ayuda a los buenos, / si son muchos más los malos”) ni los reyes de la época eran todos aguerridos guerreros dispuestos a jugarse el tipo con cargas suicidas en primera línea.

Posteriormente, otro mito de Las Navas intentó apropiarse también del mérito épico de tomar el palenque del califa, de romper las cadenas de sus imesebelen, la guardia que protegía al Miramamolín. Es una leyenda muy extendida, que dice que las cadenas de la actual bandera de Navarra responden a la victoria de Las Navas de Tolosa porque los caballeros del rey Sancho VII fueron quienes rompieron las cadenas de esta última línea de defensa.

No se sabe quién tiene razón: si Jiménez de Rada y su versión pro castellana o bien estas otras narraciones posteriores que atribuyen a los navarros la toma del palenque del califa. Pero lo que es seguro es que las cadenas del escudo de Navarra no tienen nada que ver con las que unían a los los imesebelen. La primera versión de esta leyenda nace varios siglos después: se la inventa un historiador navarro del XVII, el padre jesuita José de Moret. En 1910, la Diputación Foral de Navarra dio por buena esa versión y fija las cadenas en el diseño del escudo y bandera, que llega con pequeños retoques hasta la actualidad. Los historiadores modernos hoy tienen claro que el mito es falso, y no sólo por lo mucho que tarde en aparecer la primera versión de él. Además, Sancho VII nunca utilizó siquiera el símbolo de las cadenas en su blasón. Estudios recientes han demostrado que eran los refuerzos metálicos de un escudo: no las cadenas de Miramamolín.

De lo que sí hay certezas es de las dimensiones de la derrota musulmana. La batalla de Las Navas provocó innumerables bajas en sus tropas, que quedaron diezmadas en su retirada. Miramamolín salvó la vida y esa misma noche durmió en Jaén, después de una larga cabalgada. Pero el califa murió pocos meses después en Marruecos, probablemente envenenado. Tras su derrota, su imperio pronto colapsaría y los musulmanes andalusíes quedaron definitivamente huérfanos, como había profetizado antes su padre.

Tras la trascendental batalla de Las Navas de Tolosa, la frontera apenas se movió. Alfonso VIII aprovechó para saquear Úbeda, pero una enfermedad contagiosa entre sus tropas interrumpió la invasión y obligó a una retirada. Sin embargo, Castilla pudo tomar en esa misma campaña cuatro fortalezas claves: las de Ferral, Baños, Tolosa y Vilches, que ya nunca más perdería. Estos cuatro castillos eran la puerta de Al Andalus, y gracias a ellos el norte cristiano quedó definitivamente protegido de las razias musulmanas y pudo consolidar la vega alta del Guadiana.

A través de esa puerta, ya siempre abierta para los cristianos, no fueron necesarios más pastorcillos milagrosos para cruzar Despeñaperros. Castilla aprovechó los siguientes años para someter casi definitivamente Al Andalus. No lo haría Alfonso VIII, que murió en 1214. La cruzada quedaría, andando el tiempo, en manos de uno de sus nietos: Fernando III, hijo de su primogénita Berenguela y de Alfonso IX de León, su desleal primo. Su cruzada continuó tan bien que acabó canonizado: san Fernando.

20 comentarios en “Ocho siglos desde las Navas de Tolosa”

  1. # Jota dice:

    OT. Ya sé que lo he puesto en un comentario anterior, pero creo que es importante que esto no pase desapercibido. Existe una fanpage llamada Democracia real YA en Facebook. Me he enterado que desde abril (al menos) está controlada por la Asociación Democracia Real Ya, escisión ilegítima de Democracia Real Ya y que utiliza su nombre. Me he encontrado con este post en FB, auténtica apología del franquismo:
    http://www.facebook.com/photo.php?fbid=347379868671963&set=a.124268327649786.25342.116291108447508&type=1&theater
    Fijáos en la foto de Paco Rana, que aparece como un abuelete bonachón. El post da asco, y muestra muy claramente quiénes están detrás de esa fanpage. Chusma ultraderechista que se aprovechan del buen nombre del 15M para introducir sus mensajes camuflados. Por favor, dadle publicidad al tema. Donja, usted que tiene influencia ¿podría hacer algo?

  2. #0 juanamana dice:

    gracias!

  3. #0 Ocho siglos desde las Navas de Tolosa dice:

    […] "CRITEO-300×250", 300, 250); 1 meneos Ocho siglos desde las Navas de Tolosa http://www.escolar.net/MT/archives/2012/07/ocho-siglos-desde-las…  por robustiano hace […]

  4. #0 La batalla de Las Navas cambió la historia de Europa | ¡Que paren las máquinas! dice:

    […] nuestro ensayo sobre los mitos fundacionales castellanos La nación inventada, Ignacio Escolar y yo contamos así Las Navas También era lunes aquel 16 de julio de 1212. “Los que huyeron de la lucha, dispersos, […]

  5. #0 miprimero dice:

    Pues hombre, las crónicas, crónicas son. Pero también le dan color a la historia…

  6. #0 andres dice:

    Joven, ¿Usted tambien españoleando?

  7. #0 Jaume dice:

    El capítulo es muy ameno, pero tengo una pregunta: donde estaban las “costas aragonesas”?

  8. #0 ERIU dice:

    He disfrutado de la lectura de este artículo.
    Solo una pequeña observación.El Papa que impulsó la batalla creo que fue. Inocencio III,no Celestino III

  9. #0 Rasuba dice:

    Me gustó el libro.
    Uno de Melgar (que pilla no muy lejos de Torresandino).

  10. #0 NU dice:

    Me he quedado un poco impresionado al comprobar que el facherío nacional español utiliza hoy día, casi el mismo lenguaje y visión que un arzobispo católico castellano del año 1211.

  11. #0 emigrante dice:

    Quizá el detalle más importante de la batalla de las Navas de Tolosa sea la ausencia del rey de León don Alfonso IX. Porque qué necesidad tenía Fernando III de crear una nación nueva y dotarla de mitos y leyendas de héroes y jueces para darle lustre si también era heredero de la corona de León que tiene mejor pedigrí? Y creo que la respuesta puede estar en una especie de complejo de Edipo que no se conforma con “matar al padre” sino que trata de eliminar todo lo que le recuerda a él, como Franco. San Fernando III era una persona muy religiosa mientras que su padre, el rey de León, había sido excomulgado dos veces, se negó a participar en la Gran Cruzada contra los moros, mantenía buenas relaciones con algunas taifas y además de lo que le contara su esposa doña Berenguela sobre él a su hijo tenía como apodo “el Baboso” porque echaba espuma por la boca durante sus ataques de ira. Seguramente una persona tan religiosa como el rey Fernando estaría convencida de que su padre era el anticristo. Quizá sea esa la razón por la que el rey santo decidió prescindir del prestigo de la herencia de su padre y elevar su Castilla materna como mayor y más noble reyno de todas las Españas.

  12. #0 Ramiro dice:

    Escolar, no entiendo tu actitud critica con España y/o Castilla. A ver si va a ser la primera nacion inventada sobre bulos y leyendas. Acaso Julio Cesar no decoraba sus batallas? Tengo la sensacion de que eres un recien llegado a la Historia y te indiga. Pues bueno, lee mas y ya veras como se te pasa la indignacion.

  13. #0 Ignacio Escolar dice:

    #12 Para nada me indigna. Al contrario, soy de Burgos, castellano. Te respondo con un párrafo del prólogo del libro donde tu pregunta creo que queda aclarada:

    “Los pueblos tienen derecho a sus mitos fundacionales, a sus leyendas, a esas mentiras y medias verdades que sirven de argamasa para construir una identidad real que forja una conciencia colectiva y anima su camino sobre la historia. No es una exclusiva de Castilla, es un elemento común en el nacimiento de la mayoría de las naciones, que desde Roma a Estados Unidos han levantado su identidad, tan real como su poder en la Tierra, sobre bases mitológicas. Es tan común como legítimo. Pero quizá los pueblos tienen también el deber de conocer la verdad, de saber qué se ocultó, qué se exageró, qué se manipuló y qué se inventó. Cómo de sólidos son esos pilares; qué hay ahí abajo, en los cimientos castellanos sobre los que después se levantaría el casón de España. Quiénes son los verdaderos padres de esa identidad inventada, los vencedores que reescriben la historia: en qué forja, en qué momento y por qué motivo se fundió el acero de Castilla, esa poderosa aleación de realidad y ficción, de historia y de leyenda.”

  14. #0 Ignacio Escolar dice:

    #7 Jaume: las costas de la Corona de Aragón son fáciles de identificar: están en Cataluña.

  15. #0 Ignacio Escolar dice:

    #8 Celestino III murió en 1198, pero la frase que cito es suya, no de Inocencio III (que, en efecto, fue el Papa coetáneo con la batalla de las Navas de Tolosa)

  16. #0 Antonio dice:

    #13 No sé yo si los pueblos tienen derecho a mitos fundacionales… Los mitos no son más que fábulas de engañabobos para enmascarar matanzas.

  17. #0 Jaume dice:

    Era facil de adivinar lo que querias decir, pero decir “costas aragonesas” es muy ambiguo dada la diferencia entre el Reino de Aragon y la Corona de Aragon.

  18. #0 Las Navas de Tolosa | Albinas del Atlántic dice:

    […] nuestro ensayo sobre los mitos fundacionales castellanos La nación inventada, Ignacio Escolar y yo contamos así Las Navas También era lunes aquel 16 de julio de 1212. “Los que huyeron de la lucha, dispersos, erraban […]

  19. #0 javi dice:

    #17 Jaume, decir costas aragonesas y situarlas en Cataluña no es nada ambiguo.
    Está hablando de 1210, ya en la Corona de Aragón. Y en esos años, casi todos los territorios catalanes pertenecían a la Corona. Valencia, Mallorca y Murcia vinieron unos años después, con Jaume I.

    http://es.wikipedia.org/wiki/Corona_de_Arag%C3%B3n#Los_territorios_de_la_nueva_Corona

  20. #0 LuisFA dice:

    El cambio al calendario gregoriano quitó diez días del anterior calendario juliano en el siglo XVI. Por tanto, técnicamente, la batalla de las Navas de Tolosa ocurrió el 26 de julio según nuestro calendario.

    Claro que, emocionalmente, como era día del Carmen, la gente no acepta este cambio y se mantiene en la misma ficción que nos hizo cambiar de siglo al final de 1999.