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Opinión - Sobre la infame jauría. Por Esther Palomera
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Ensayo sobre la lucidez (fragmento)

Ignacio Escolar

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José Saramago

Como los demás presidentes de mesa de la ciudad, este de la asamblea electoral número catorce tenía clara conciencia de que estaba viviendo un momento histórico único. Cuando ya iba la noche muy avanzada, después de que el ministerio del interior hubiera prorrogado dos horas el término de la votación, periodo al que fue necesario añadirle media hora más para que los electores que se apiñaban dentro del edificio pudiesen ejercer su derecho de voto, cuando por fin los miembros de la mesa y los interventores de los partidos, extenuados y hambrientos, se encontraron delante de la montaña de papeletas que habían sido extraídas de las dos urnas, la segunda requerida de urgencia al ministerio, la grandiosidad de la tarea que tenían por delante los hizo estremecerse de una emoción que no dudaremos en llamar épica, o heroica, como si los manes de la patria, redivivos, se hubiesen mágicamente materializado en aquellos papeles.

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Uno de esos papeles era el de la mujer del presidente. Vino conducida por un impulso que la obligó a salir del cine, pasó horas en una fila que avanzaba con la lentitud del caracol, y cuando finalmente se encontró frente al marido, cuando oyó pronunciar su nombre, sintió en el corazón algo que tal vez fuese la sombra de una felicidad antigua, nada más que la sombra, pero, aun así, pensó que sólo por eso había merecido la pena venir aquí. Pasaba de la medianoche cuando el escrutinio terminó. Los votos válidos no llegaban al veinticinco por ciento, distribuidos entre el partido de la derecha, trece por ciento, partido del medio, nueve por ciento, y partido de la izquierda, dos y medio por ciento. Poquísimos los votos nulos, poquísimas las abstenciones. Todos los otros, más del setenta por ciento de la totalidad, estaban en blanco. El desconcierto, la estupefacción, pero también la burla y el sarcasmo, barrieron el país de una punta a otra. Los municipios de la provincia, donde las elecciones transcurrieron sin accidentes ni sobresaltos, salvo algún que otro ligero retraso ocasionado por el mal tiempo, y cuyos resultados no variaban de los de siempre, tantos votantes ciertos, tantos abstencionistas empedernidos, nulos y blancos sin significado especial, esos municipios, a los que el triunfalismo centralista había humillado cuando se pavoneó ante el país como ejemplo del más límpido civismo electoral, podían ahora devolver la bofetada al que dio primero y reír de la estulta presunción de unos cuantos señores que creen que llevan al rey en la barriga sólo porque la casualidad los hizo vivir en la capital.

Las palabras Esos señores, pronunciadas con un movimiento de labios que rezumaba desdén en cada sílaba, por no decir en cada letra, no se dirigían contra las personas que, habiendo permanecido en casa hasta las cuatro de la tarde, de repente acudieron a votar como si hubiesen recibido una orden a la que no podían ofrecer resistencia, apuntaban, sí, al gobierno que cantó victoria antes de tiempo, a los partidos que comenzaron a manejar los votos en blanco como si fuesen una viña por vendimiar y ellos los vendimiadores, a los periódicos y otros medios de comunicación social por la facilidad con que pasan de los aplausos del capitolio a despeñar desde la roca tarpeya, como si ellos mismos no formaran parte activa en la preparación de los desastres. Alguna razón tenían los zumbones de provincias, pero no tanta cuanta creían. Bajo la agitación política que recorre toda la capital como un reguero de pólvora en busca de su bomba se nota una inquietud que evita manifestarse en voz alta, salvo si está entre sus pares, una persona con sus íntimos, un partido con su aparato, el gobierno consigo mismo, Qué sucederá cuando se repitan las elecciones, ésta es la pregunta que se hace en voz baja, contenida, sigilosa, para no despertar al dragón que duerme. Hay quien opina que es mejor no atizar la vara en el lomo del animal, dejar las cosas como están, el pdd en el gobierno, el pdd en el ayuntamiento, hacer como que nada ha sucedido, imaginar, por ejemplo, que ha sido declarado el estado de excepción en la capital y que por tanto se encuentran suspendidas las garantías constitucionales, y, pasado cierto tiempo, cuando el polvo se haya asentado, cuando el nefasto suceso haya entrado en el rol de los pretéritos olvidados, entonces, sí, preparar las nuevas elecciones, comenzando por una bien estudiada campaña electoral, rica en juramentos y promesas, al mismo tiempo que se prevenga por todos los medios, y sin remilgos ante cualquier pequeña o mediana ilegalidad, la posibilidad de que se pueda repetir el fenómeno que ya ha merecido por parte de un reputado especialista en estos asuntos la clasificación de teratología político social.

También están los que expresan una opinión diferente, arguyen que las leyes son sagradas, que lo que está escrito es para que se cumpla, le duela a quien le duela, y que si entramos por la senda de los subterfugios y por el atajo de los apaños por debajo de la mesa iremos directos al caos y a la disolución de las conciencias, en suma, si la ley estipula que en caso de catástrofe natural las elecciones se repitan ocho días después, pues que se repitan ocho días después, es decir, ya el próximo domingo, y sea lo que dios quiera, que para eso está. Obsérvese, no obstante, que los partidos, al expresar sus puntos de vista, prefieren no arriesgar demasiado, dan una en el clavo y otra en la herradura, dicen que sí, pero que también. Los dirigentes del partido de la derecha, que forma gobierno y preside el ayuntamiento, parten de la convicción de que ese triunfo, indiscutible, dicen ellos, les servirá la victoria en bandeja de plata, por lo que adoptaron una táctica de serenidad teñida de tacto diplomático, confiando en el sano criterio del gobierno, a quien incumbe hacer cumplir la ley,

Como es lógico y natural en una democracia consolidada, como la nuestra, rematan. Los del partido del medio también pretenden que la ley sea respetada, pero reclaman del gobierno algo que de antemano saben que es totalmente imposible de satisfacer, esto es, el establecimiento y la aplicación de medidas rigurosas que aseguren la normalidad absoluta del acto electoral, pero, sobre todo, imagínense, de los respectivos resultados, De manera que en esta ciudad, alegan, no pueda repetirse el espectáculo vergonzoso que acabamos de dar ante la patria y el mundo. En cuanto al partido de la izquierda, después de que se reunieran sus máximos órganos directivos y tras un largo debate, elaboró e hizo público un comunicado en el que expresaba su más firme esperanza de que el acto electoral que se avecinaba haría nacer, objetivamente, las condiciones políticas indispensables para el advenimiento de una nueva etapa de desarrollo y de amplio progreso social. No juraron que esperaban ganar las elecciones y gobernar el ayuntamiento, pero se sobreentendía. Por la noche, el primer ministro fue a la televisión para anunciarle al pueblo que, de acuerdo con las leyes vigentes, las elecciones municipales se repetirían el domingo próximo, iniciándose, por tanto, a partir de las veinticuatro horas de hoy, un nuevo periodo de campaña electoral de cuatro días de duración, hasta las veinticuatro horas del viernes. El gobierno, añadió dándole al semblante un aire grave y acentuando con intención las sílabas fuertes, confía en que la población de la capital, nuevamente llamada a votar, sabrá ejercer su deber cívico con la dignidad y el decoro con que siempre lo hizo en el pasado, dándose así por írrito y nulo el lamentable acontecimiento en que, por motivos todavía no del todo aclarados, pero que se encontraban en curso de investigación, el habitual preclaro criterio de los electores de esta ciudad se vio inesperadamente confundido y desvirtuado. El mensaje del jefe de estado queda para el cierre de campaña, en la noche del viernes, pero la frase de remate ya ha sido elegida, El domingo, queridos compatriotas, será un hermoso día. Fue realmente un día hermoso. Por la mañana temprano, estando el cielo que nos cubre y protege en todo su esplendor, con un sol de oro fulgurante en fondo de cristal azul, según las inspiradas palabras de un reportero de televisión, comenzaron los electores a salir de sus casas camino de los respectivos colegios electorales, no en masa ciega, como se dice que sucedió hace una semana, aunque, pese a ir cada uno por su cuenta, fue con tanto apuramiento y diligencia que todavía las puertas no estaban abiertas y ya extensísimas filas de ciudadanos aguardaban su vez. No todo, desgraciadamente, era honesto y límpido en las tranquilas reuniones. No había ni una fila, una sola entre las más de cuarenta diseminadas por toda la ciudad, en la que no se encontraran uno o más espías con la misión de escuchar y grabar los comentarios de los electores, convencidas como estaban las autoridades policiales de que una espera prolongada, tal como sucede en los consultorios médicos, induce a que se suelten las lenguas más pronto o más tarde, aflorando a la luz, aunque sea con una simple media palabra, las intenciones secretas que animan el espíritu de los electores.

La impresionante tranquilidad de los votantes en las calles y dentro de los colegios electorales no se correspondía con la disposición de ánimo en los gabinetes de los ministros y en las sedes de los partidos. La cuestión que más les preocupa a unos y a otros es hasta dónde alcanzará esta vez la abstención, como si en ella se encontrara la puerta de salvación para la difícil situación social y política en que el país se encuentra inmerso desde hace una semana. Una abstención razonablemente alta, o incluso por encima de la máxima verificada en las elecciones anteriores, mientras no sea exagerada, significaría que habríamos regresado a la normalidad, la conocida rutina de los electores que nunca creen en la utilidad del voto e insisten contumazmente en su ausencia, la de los otros que prefieren aprovechar el buen tiempo para pasar el día en la playa o en el campo con la familia, o la de aquellos que, sin ningún motivo, salvo la invencible pereza, se quedan en casa. Si la afluencia a las urnas, masiva como en las elecciones anteriores, ya mostraba, sin margen para ninguna duda, que el porcentaje de abstenciones sería reducidísimo, o incluso prácticamente nulo, lo que más confundía a las instancias oficiales, lo que estaba a punto de hacerles perder la cabeza, era el hecho de que los electores, salvo escasas excepciones, respondieran con un silencio impenetrable a las preguntas de los encargados de los sondeos sobre el sentido de su voto, Es sólo a efectos estadísticos, no tiene que identificarse, no tiene que decir cómo se llama, insistían, pero ni por ésas conseguían convencer a los desconfiados votantes. Ocho días antes los periodistas consiguieron que les respondieran, es cierto que con tono ora impaciente, ora irónico, ora desdeñoso, respuestas que en realidad eran más un modo de callar que otra cosa, pero al menos se intercambiaban algunas palabras, un lado preguntaba, otro hacía como que, nada parecido a este espeso muro de silencio, como un misterio de todos que todos hubieran jurado defender.

A mucha gente ha de parecerle singular, asombrosa, por no decir imposible de suceder, esta coincidencia de procedimiento entre tantos y tantos millares de personas que no se conocen, que no piensan de la misma manera, que pertenecen a clases o estratos sociales diferentes, que, en suma, estando políticamente colocadas en la derecha, en el centro o en la izquierda, cuando no en ninguna parte, decidieran, cada una por sí misma, mantener la boca cerrada hasta el recuento de los votos, dejando para más tarde la revelación del secreto. Esto fue lo que, con mucha esperanza de acertar, quiso anticiparle el ministro del interior al primer ministro, esto fue lo que el primer ministro se apresuró a transmitirle al jefe de estado, el cual, con más edad, con más experiencia y más encallecido, con más mundo visto y vivido, se limitó a responder en tono de sorna, Si no están dispuestos a hablar ahora, deme una buena razón para que quieran hablar después

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