Santiago Castellà
El 3 de enero de 1979, a los seis días de la entrada en vigor de la Constitución Española, se firmaba en la Ciudad del Vaticano un conjunto de acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede que configuran el conocido como Concordato con la Iglesia Católica por medio del cual España regula sus relaciones con esta confesión religiosa. Este Concordato sustituye al de 1953, que negociado desde la acuciante necesidad de reconocimiento internacional de la España franquista, confirmaba la profunda confesionalidad del Estado definido por los principios fundamentales del Movimiento como una “Monarquía tradicional, católica, social y representativa” que “considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspira su legislación”; todo ello simbolizado con la imposición a Franco de las insignias de la Orden de Cristo, la mayor distinción que la Santa Sede puede conceder a un político. Parecía pero, que en 1979, mucho, o casi todo, había cambiado, tanto en la Iglesia que tras el Concilio Vaticano II aceptó parcialmente el principio de tolerancia religiosa, como en España ahora constituida en un Estado social y democrático de Derecho.
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